La chispa que domó al lobo

“La chispa que domó al lobo” (Aventura de Ingjald, el Infame y la pequeña Åsa)

Capítulo 1. El plan de Åsa

En las tierras heladas de Uppsala, en el sur de Escandinavia, vivía el rey Ingjald, el Infame: alto, de cabellos rubios y barba espesa. Sus ojos grises parecían adivinar los peligros antes de que llegaran. Su hija Åsa, de ocho años, lucía la misma melena dorada —trenzada hasta los hombros— y unos ojos azules que casi brillaban cuando preguntaba algo.

Una tarde, Åsa corrió hasta el gran salón del castillo y encontró a su padre limpiando la hoja de su espada.
—Papá, vayamos a buscar fresas junto al arroyo. —exigió la niña—.
Ingjald contempló el rostro ilusionado de su primogénita y respondió:
—Iremos al amanecer, pero lleva tu pequeño cuchillo; el bosque guarda sorpresas.

Capítulo 2. Rumbo al bosque nevado

El día amaneció bajo un cielo pálido. La nieve cubría el suelo como una manta gris, y el aire helado formaba nubes de vapor cada vez que respiraban. Åsa cargaba una cesta con pan, un poco de miel y la “piedra chispa” que su madre le había dado para encender fogatas. El rey llevaba un bastón de madera robusta, pero había dejado la espada en casa.

Caminaron entre pinos cubiertos de escarcha. El silencio solo se rompía cuando crujían las ramas bajo sus botas o cantaba algún pájaro. Åsa se agachó, recogió las primeras fresas que asomaban entre la nieve y las guardó con cuidado.
—Papá, callate —susurró—, escuché un ruido extraño.

Un gruñido profundo brotó de los arbustos; un lobo gigantesco saltó al sendero. Tenía el pelaje tan oscuro como la noche y los colmillos relucientes de saliva.
—Quédate detrás de mí —ordenó Ingjald, alzando el bastón.

El lobo se abalanzó: el rey lo golpeó en un costado y retrocedió para no quedar atrapado entre sus fauces. Mientras la bestia rondaba, Ingjald la mantenía a raya describiendo círculos lentos con el bastón. Åsa, con manos firmes, reunió ramas, las apoyó sobre un montículo de nieve compacta y, tras golpear la piedra chispa contra el cuchillo, logró prender la leña. Sopló con calma hasta avivar la llama; el humo se elevó en espirales.

Sorprendido por aquella luz naranja, el lobo dudó. Åsa alzó un palo encendido frente al hocico de la fiera, que retrocedió. Ingjald imitó el gesto y, entre ambos, formaron un semicírculo de fuego que empujó al animal hacia un claro rodeado de rocas.

La criatura intentó saltar las llamas, pero el rey la esperaba: cuando alzó las patas delanteras, descargó un golpe seco en su cráneo. El lobo cayó, y un segundo impacto firme lo dejó sin vida.
Åsa respiró aliviada.
—Dale, dale. Levantate que el lobo ya está muerto —afirmó su padre.
La niña asintió y se levantó valientemente; aún sostenía el palo ardiendo, que temblaba un poco en su mano.

Capítulo 3. Una lección junto al fuego

Ingjald arrastró al lobo hasta una roca lisa. Encendieron un nuevo fuego con los restos de las ramas y colocaron los trozos de carne sobre palos verdes para que el calor los cocinara despacio.

—Dicen que el corazón de lobo transmite valentía —comentó el rey, envolviendo el órgano en hojas—. Lo comí una vez y sigo aquí. Ahora quiero que vos lo comas también.

Åsa se sentó sobre un tronco caído y observó las brasas con respeto. Cuando la carne estuvo lista, Ingjald cortó el corazón en porciones y le dió un pedazo. Ella lo probó: era fuerte y amargo, pero también sabía a logro y a lección.

—El valor —explicó su padre— se aprende con el cuerpo y con la cabeza. Hoy lo guardas en ambos lugares.

Comieron en silencio, escuchando el viento que agitaba las ramas altas. En el horizonte, el sol teñía la nieve de rosa.

Capítulo 4. Regreso al castillo

Con el estómago lleno y el fuego apagado, padre e hija emprendieron el regreso. La cesta contenía apenas unas pocas fresas, pero sus rostros mostraban idéntica sonrisa. Åsa sentía aún miedo, aunque el orgullo por lo que había hecho latía más fuerte.

Antes de dejar el bosque, Ingjald cortó un trozo de la cuerda que había sujetado el asador y lo anudó a la muñeca de su hija.
—Para que recuerdes —dijo— que el fuego puede protegerte cuando lo manejas con sabiduría.

Capítulo 5. Promesa bajo las estrellas

Esa noche, Åsa salió a la terraza que dominaba el patio nevado. Apretó la cuerda y alzó la vista hacia las estrellas. Recordó al lobo, el olor a humo y el instante en que nació la chispa.
—Algún día —susurró— gobernaré este reino sin bajar la cabeza.

Detrás de ella, Ingjald la escuchó en silencio. No dijo nada; simplemente estaba orgulloso de su hija, seguro de que la lección del bosque seguiría ardiendo en su hija mucho después de que las antorchas se apaguen.

La Reina del Hielo y la Brasa

Prólogo. La chispa que viaja en silencio.

Dicen en Uppsala que el fuego nunca muere: apenas se esconde entre las brasas y aguarda a que alguien lo llame por su nombre. Åsa aprendió eso cuando era niña. El humo le tiznó la cara y el miedo se le convirtió en coraje. Desde entonces, cada vez que los demás veían sólo cenizas, ella veía posibilidades.

Alianzas de hierro y nieve

Cuando Åsa cumplió dieciocho inviernos, Ingjald decidió sellar la paz con Skåne casándola con Gudröd, quien lucía coronas de oro y espada pulida, pero detrás del brillo se escondía un temperamento de látigo. Durante el banquete de bodas, los cuernos rebosaron hidromiel y los rapsodas recitaron viejas gestas; sin embargo, los ojos de la novia siguieron cada gesto de su flamante esposo con la calma del lince que mide la distancia al cuello de la presa.

Antes de partir, Ingjald tomó la mano de su hija. —Recordá la cuerda del asador, —dijo, señalándole la trenza atada a la muñeca—. Si sabés cuándo avivar la llama, nunca vas a pasar frío. Åsa respondió con un leve asentir. Sabía que el consejo valía más que toda la dote.

Medio hermano, media corona

El plan Skåne no iba a ser de Gudröd mientras viviera Halfdan el Valiente —su medio hermano y, además, padre de Ivar Widfathom (“Vidfamne”, para los escaldos). A diferencia de Gudröd, Halfdan era frugal, entrenaba con los guerreros y repartía el botín entre el pueblo. Para el nuevo rey era una espina; para Åsa, un muro frente a su ambición. Una noche de luna alta, Åsa llevó a Gudröd a la torre oeste con vino caliente y especias. Esperó a que él bebiera y habló despacio:

—Mi rey, vos sabés que a un barco lo lleva un solo timón. Cuando hay dos, los remos se quiebran. Halfdan jamás aceptará tus decisiones... ni las mías. Por tu bien —por nuestro bien— conviene que la corona quede firme en tu mano.

La frase “por tu bien” sonó a caricia y a amenaza. Gudröd golpeó la mesa y masculló:

—¡Que se haga! Pero que parezca un accidente.

La cacería de invierno

Åsa anunció una gran cacería “en honor de Halfdan”. Ordenó preparar un circuito sobre el lago congelado de Lervik, donde los ciervos solían bajar a beber. Allí, los siervos vaciaron un viejo abrevadero de piedra, lo llenaron con cerveza espesa y lo dejaron helar toda la noche. La capa de hielo resultante parecía firme, pero escondía una trampa resbalosa.

El accidente

Al alba, Halfdan partió a caballo, emocionado por la caza. Åsa llevaba un cuerno para señalar la presa; Gudröd, una sonrisa nerviosa. Cuando el ciervo salió del bosque, ella sopló el cuerno y guió la persecución directo hacia el abrevadero congelado. El animal lo cruzó sin problemas; Halfdan, con la adrenalina al límite, espoleó más fuerte y el hielo cedió debajo de las herraduras.

El caballo se hundió primero; Halfdan intentó saltar, pero la armadura lo arrastró. El agua helada le mordió los huesos como mil cuchillas. Se golpeó la nuca con la piedra del borde y quedó flotando boca arriba, atrapado entre fragmentos de hielo que se cerraron como dientes. Gudröd se tiró al suelo fingiendo horror; los guardias corrieron tarde y hallaron al príncipe rígido, aún con la espada envainada. Nadie discutió la causa: golpe y frío hicieron el trabajo.

Halfdan hundiéndose en el lago helado

Ese mismo atardecer, Gudröd lloró ante la corte, pero en privado sujetó con alivio el brazo de Åsa. Ella le respondió con una leve sonrisa y limpió de su bota un trozo de hielo cristalino —la última prueba— antes de lanzarlo al fuego.

SEGUNDA PARTE

Hogar ajeno, sombras propias

Los meses siguientes expusieron el verdadero cuero de Gudröd. Se ofuscaba si la sopa no hervía, gritaba si un siervo derramaba vino, y prometía gravar con nuevos impuestos a los campesinos para financiar fiestas interminables. El pueblo, ya helado por el invierno, se vio cada día más flaco.

Cuando Åsa sugirió disminuir los tributos para que no murieran de frío, recibió de parte de su esposo un grito estremecedor que hizo eco en todo el salón. Ella sostuvo la mirada, impertérrita y sin temblor. Esa misma medianoche se deslizó hasta las cocinas y guardó una brasa en un cuenco de hierro. No la apagó: la alimentó con corteza seca mientras repetía para sus adentros: el valor se guarda en la cabeza y se aplica con las manos.

Posteriormente, llegó el invierno con sus ventiscas y sus noches eternas. En el gran salón, Gudröd y sus huscarles celebraban una victoria contra un clan rival. Entre cuerno y cuerno, el rey de Skåne se burló de su esposa:

—Dicen que tu padre quema a sus enemigos como si fueran ramas secas.

¿También vos ardés tan fácil, niñita?

La corte estalló en carcajadas. Åsa bajó la cabeza, fingiendo vergüenza, y se retiró. En realidad, caminaba con la serenidad del cazador que ya ha colocado la trampa. Salió al patio, donde la nieve caía en remolinos, y se dirigió al cobertizo de la leña. Allí había escondido días atrás un bastón de fresno hueco, lleno de resina y musgo seco: una antorcha perfecta.

El impuesto de la hoguera

Gudröd anunció un “impuesto del júbilo” para costear otra semana de banquetes, música y cuernos rebosantes de hidromiel. Era pleno enero: los ríos estaban duros como hierro y los granjeros no tenían con qué pagar ni con qué calentarse. Muchos ya dormían en cuadras vacías, abrazados a sus hijos para no dejarles helar la sangre.

Åsa entendió que aquella injusticia podía volverse un acto de salvación si se manejaba bien el fuego — su viejo aliado. Mandó pregonar por los valles:

—¡Venid al castillo con vuestros mantos más raídos y la leña más seca! Esta noche la corona no les cobrará calor: se lo regalará.

Los labriegos llegaron con carros de troncos, ramas, muebles rotos y hasta puertas desencajadas de chozas abandonadas. En la gran explanada frente a la fortaleza, Åsa ordenó cavar tres fosos circulares que llenó de brasas ardientes. Encima, los cocineros asaron una manada de lobos cazada días antes. El aire helado se impregnó de carne dorada; las chispas subían al cielo como si quisieran horadar las nubes.

Mientras los campesinos tendían sus mantas alrededor de las fogatas y se frotaban las manos para devolverles vida, Åsa alzó la voz:

—No habrá tributo que les robe el calor ni impuesto que les apague el hogar — dijo—. Si el rey prefiere derrochar bajo un techo, dejémosle el techo... y quedémonos con el fuego.

La multitud coreó su nombre. Entre mechones cubiertos de escarcha, los ojos de mujeres, ancianos y niños brillaron gracias al calor que les devolvía el color a las mejillas. En lo alto, las ventanas iluminadas mostraban siluetas de nobles borrachos, ajenos al rugido popular que crecía con cada centímetro de nieve derretida.

El bastón de fresno

Adentro, Gudröd y sus cortesanos se empachaban de vino especiado. Los guardias, hartos de brindar, dejaron las puertas mal trabadas. Åsa se deslizó por los corredores vestida con su manto verde; bajo el paño llevaba un bastón hueco de fresno, relleno de resina y musgo seco.

En el salón principal, la chimenea central ardía perezosa. Åsa acercó la punta del bastón al tizón y lo vio prenderse de inmediato. No era una llama cualquiera: era la misma chispa que había calentado a los pobres y ahora juzgaría a los poderosos. Clavó el bastón en la columna esculpida con cabezas de lobo: la resina estalló, trepando en segundos por las vigas empapadas de brea. Los tapices, cargados de grasa de antorcha, se volvieron cortinas de fuego.

Antes de que los primeros gritos retumbaran entre los pilares, Åsa cerró los portones y atravesó la nieve hasta la plaza. Desde allí contempló cómo el techo chisporroteaba y cedía con un crujido que retumbó como trueno. Los campesinos, arropados junto a sus hogueras, sintieron la oleada de calor que se escapaba de la fortaleza incendiada. Algunos dieron gracias al cielo; otros alzaron cuernos de cerveza y chocaron en su honor.

—¡Ahora sí el rey paga su impuesto! —gritó un viejo herrero mostrando las manos, por primera vez descongeladas.

Gudröd rugió maldiciones que se mezclaron con el crepitar de las vigas. Åsa no respondió; sólo permaneció firme, viendo cómo el castillo se convertía en antorcha gigante y el pueblo extendía las manos hacia las llamas para robarles calor y vida.

Cuando el último torreón se desplomó y las chispas se apagaron en la nieve, muchos aldeanos se sintieron de nuevo dueños de sus inviernos. Miraron a Åsa y comprendieron que no era sólo la esposa del rey (ahora viuda), sino la mujer que había prendido fuego al abuso para convertirlo en estufa del pueblo.

—¡Veremos quién es la niñita ahora, esposo mío! — esbozó tranquilamente Åsa.

Orgullo de padre

A la mañana siguiente, el humo negro se alzó sobre Skåne como una señal.

Desde Uppsala, Ingjald lo vio y sonrió: la lección de la cuerda y la chispa había llegado a su culminación. Åsa regresó días después, cubierta de hollín, pero con la frente erguida. Su

padre la esperaba sin corte ni ceremonia; sólo sostenía un nuevo trozo de cuerda, trenzado con hilos de oro y cuero.

—Para que recuerdes —dijo— que la chispa se hereda, hijita, pero cada quien enciende su propia hoguera. Ella ató la cuerda alrededor de la muñeca y prometió:

—Mientras este fuego arda en mí, nadie va a oprimir a mi gente.

Epílogo: El eco de las llamas

Los clanes de Skåne juraron lealtad sin derramar más sangre; preferían pagar con respeto antes que con cenizas. Åsa gobernó con mano firme: redujo impuestos, castigó a bandoleros y exigió trabajo a cambio de comida, no promesas vacías. Algunos la llamaron dura; otros, justa. Todos reconocieron, sin embargo, que había aprendido a hablar el lenguaje del poder: el crujido de la leña que se consume y el silencio tembloroso que queda después.

Dicen que, con los años, Åsa mandó tallar en la puerta de su sala un lobo rodeado de llamas y, debajo, una frase simple: “Antes que congelarnos bajo un tirano, preferimos calentarnos junto a su hoguera.”. Y cada invierno, cuando la noche parece no terminar y el viento corta la piel, los viajeros repiten la historia de la reina que encendió un impuesto en llamas y ofreció su calor al pueblo.

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